texto en barzon, Refugios y artificios, 2013

Invierno /Barzón Refugios y artificios Por Amalia Sato Vocación trashumante, estacional. Una es la casa que se habita, la otra el refugio – aunque para David Thoreau toda casa debería serlo - : quinta, cottage, atelier, studio, casa de té, bunker, casa weekend, casa de campo, pequeñas prefabricadas o módulos, la casita en el árbol, el escondrijo para esperar el fin del mundo. En fin, el idilio extramuros fuera del núcleo urbano. En este “otro” espacio el tiempo es el anhelado: eterna primavera o luz de sol paradisíaca o paisaje nevado, lo que sea pero siempre en el encuadre perfecto, la naturaleza en un esplendor que se disfruta como una bendición. Y hubo una precursora absoluta, valga la ironía, en la concreción de este deseo de una inmersión en la naturaleza que acaso también sea revisión de la idea de lujo alienante. Y esta figura llena de anticipadas intuiciones que ahora aceptamos con total naturalidad, esta protagonista trágica de opulenta fantasía no es otra que Maria Antonieta, la última reina del Ancien Régime. Obsesionada con lo que sugería una pintura de Hubert Robert – especialista en cuadros de ruinas invadidas por la vegetación y conceptualizador de los “jardines arruinados a la moda”- y con el antecedente de la aldea que habían construido los Principes de Condé en Chantilly en el predio de su castillo; por otra parte autorizada en su curiosidad por las nuevas tendencias propuestas por Rousseau, los iluministas y los fisiócratas, y su propia anglomanía, la Reina encargó al arquitecto Richard Mique la construcción de una pequeña aldea de cuento de hadas dentro de los jardines del Petit Trianon que su esposo, Luis XVI, le había obsequiado a kilómetro y medio del palacio de Versailles. Y en dos años se levantó el Hameau de la Reine: doce casitas de estilo normado de techos de paja y pizarra, con balcones y escaleras de madera con anticipos gaudianos en sus efectos de enramados, con plantas trepadoras y macetas en azul y blanco, huertos, jardines, un lago artificial con carpas y lucios, una Torre de nombre inglés, un palomar, un puente de piedra, establo, tambo, cocina y molino. Allí la soberana veía cumplido su sueño de un entorno natural sin la rigidez de los parterres o los invernaderos versallescos, una sucesión estilo inglés de paisajes más salvajes y descuidados. Nada de miriñaques ni de altos peinados pouf con sus armazones incomensurables, y sí sombreros de paja y vestidos de percal y muselina, para oficiar de campesina o lechera junto a su íntimo círculo de amigas. Además de la Aldea, María Antonieta sugirió que le construyeran una Roca, dotada de un mecanismo que hacía caer un torrente, una Cueva (con un orificio para espiar a quienes llegaban y una escalera secreta para huir de los inoportunos), así como un Templete del Amor, y un Teatro. Deseo de evasión, hartazgo del protocolo, idealización de un entorno rural, aspiración pedagógica de una nueva y más fresca vida, tales los motivos para esa existencia paralela teatralizada en ese entorno de inconcebible actualidad. Tan afín a las propuestas actuales de escapadas de ensueño hacia lo pintoresco. “Quien haya nacido después del Ancien Régime, no sabe lo que es la dulzura de vivir”… dicen que decía el sinuoso Talleyrand. Fuente de los modales y las tradiciones de etiqueta y cortesía de nuestro mundo, también el siglo XVIII testigo de esta fantasiosa pastoral edilicia, cuyo autor pagó con su vida la lealtad a los caprichos de la exquisita e infortunada soberana.

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