Barroco Zen

Ciudad de México, barroco zen
Por Amalia Sato

El señor de barba intelectual, que está sentado en la punta a la derecha, le pide a la azafata una Inka Cola, le espío la tapa del libro que lee: Paulo Coelho.

La primera palabra que me ubica en tierra mexicana, antes de aterrizar es “fumarola”, y la dice mi compañero de asiento, es de Tampico y en Buenos Aires sólo ha podido ver un show de tango. El imponente Popocatepetl cubierto de nieve, entre nubes de inmaculado algodón.

La ciudad de México se hunde, como la barra de los restaurantes Sanborns, de donde asoman las cabezas de los barmen. Dicen que hay un proyecto para un Centro Histórico despejado donde se luzca la arquitectura centenaria. Para muchos la proliferación de puestos lo transforma en una Calcuta. Restos del Templo Mayor y el bullicio de las ferias. Todo está vivo.

Carteles: SE MICAN CREDENCIALES, LOS NIÑOS QUE MIDAN ENTRE 90 Y 150 CM PAGAN 50% DEL BOLETO, BAÑO GRATUITO Y BAÑO DE 2 $, LO MEJOR DE LA MOVILIDAD ES NO TENER QUE MOVERSE, TOQUE BAJO SU PROPIO RIESGO.

La retórica de la amabilidad: ¿ME REGALAS?, PARA SERVIRLE, CON GUSTO, CLARO QUE SÍ. Como decía Roland Barthes, ¿será la cortesía un modo de la religión en nuestros tiempos? Y funciona en México como una detención: ante cualquier mostrador, ante cualquier consulta, no importa la prisa, hay un alto. Omisión, claroscuro. La frase de entonación ondulada y teatral. El giro barroco, a veces sin palabras y con mirada intensa (aquí la gente mira a los ojos), que controla toda precipitación.


“Construcción del otro en Asia y en Latinoamérica”: el resumen de Guillermo sobre las ponencias es tan interesante como todo el desarrollo que voy a escuchar en la mesa de ese Congreso: alguien, un antropólogo japonés K.O hablará sobre las identidades vacías: la posibilidad de un sujeto que se reescriba constantemente, “en construcción”, algo que explicaría la usual falta de declaración de los japoneses, que no se exponen a sí mismos; “Di tu frase”, y la respuesta: no tengo nada especial que decir; insiste con un neologismo: glocal (suma de lo global y lo local); sin oposiciones binarias, donde el malentendido pueda ser una forma de resistencia: algo más para la teorización sobre un posible ser japonés. Otros temas: William Gibson y su Tokio exotista y futurista, la fascinación de los viajeros con el mundo de los barrios de placer y su conceptualización de los géneros, los estereotipos mexicanos en la prensa japonesa, los ainu (los habitantes de la helada isla de Hokkaido) y su relación con los otros japoneses, y los escritores emblemáticos de la modernización, marcados por Berlín y Londres, en un Japón donde las cosas pueden verse fuera de escala.

Guillermo Quartucci vive desde hace 30 años en México, es profesor de literatura japonesa en El Colegio de México. La erudición en él es gracia en la charla. Un argentino con una visión agudísima de Japón. Y Japón aparece a cada momento. Cuando viaja, los espíritus de los viejos tiempos se le aparecen, como esa anciana que lo guió por cada una de las tumbas de los escritores más famosos. Si se está con él, la película del micro a Cuernavaca, será de yakuza vs franceses, y en el canal de cultura pasarán justamente El imperio de la pasión de Nagisa Oshima.

El Colegio de México: creado por el presidente Lázaro Cárdenas como albergue intelectual para los profesionales, académicos y artistas exiliados por la Guerra Civil Española. En su biblioteca, espacio luminoso, hay salas para que los estudiantes trabajen en grupo, escritorios de lectura individuales aislados como confesionarios, y todo es mullido y hay silencio. Allí encuentro un libro sobre la relación de Shuzo Kuki – discípulo de Heidegger y Husserl - con Jean Paul Sartre, durante los dos meses y medio de 1928 en que se encontraban semanalmente para hablar sobre filosofía. Kuki tenía 40 años, Sartre 23. “La gente está en un triste y neurasténico estado mental, pero hay que creer en la libertad”. Según muchos la agenda Husserl- Heidegger del japonés influyó profundamente en su joven informante e interlocutor parisino. Kuki es el que enfrenta al inquisidor en “De camino al habla” de Heidegger. Pivotaba su reflexión alrededor del concepto de iki: ideal estético y moral de la clase media de Edo (léase Tokio) entre 1804 y 1830. Iki: un “charme” refinado, no apegado al dinero, no entregado a la pasión amorosa, desprendido de los detalles del mundo cotidiano, que rechaza los lazos exclusivos – por eso contrapuesto a la ciega intoxicación del amour-passion de Stendhal. Un coraje mundano, consciente de la impermanencia.

Hay un modo de karaoké inusualmente delicado en los peseros (los microbus del DF): sube un hombre cargando un radiograbador sobre su hombro, se escucha un bolero muy suave. Y él canta bajito para no perturbar, durante un buen rato. Varios le dan de esas moneditas que todos llevan en los bolsillos, y que también entregan con gusto a los organilleros uniformados de beige que están en algunas esquinas, para que no desaparezcan.

La nave de Acapulco, el galeón de Manila, la nao de la China. Unía Filipinas con América e introdujo el papel picado barrilete que adorna festivo los salones de los restaurantes, la carne defilada, el traje de las mujeres de Puebla (esa leyenda de la china “poblana” que tuvo un delirio místico que le permitió refugiarse en un convento), y el azul y blanco de su cerámica. Con la nave llegaban las noticias del martirologio cristiano en Japón. Y hay representaciones de los crucificados por Hideyoshi en 1597, en las catedrales de Cuernavaca o de Ciudad México, o se los recuerda con placas en las calles pobladas de fantasmas del Centro Histórico.

El primer galeón construido con tecnología española zarpó hacia Acapulco en 1613 desde la ciudad de Sendai, al noroeste de la isla más meridional de Japón, Kyushu. Tardó 82 días en alcanzar las costas mexicanas, y en él viajaban 180 samurai. Al frente de esta misión diplomática que buscaba la firma de tratados comerciales, iba Hasekura, el primer embajador japonés que de allí pasó a Sevilla y Roma, y que estuvo siete años fuera de Japón, viviendo inesperadas peripecias, para retornar finalmente a un país que perseguía a los cristianos a los que había empezado a admirar.

El primer santo de México y del continente americano es Felipe de Jesús. Tenía 24 años cuando murió martirizado en Nagasaki. Pertenecía a una familia de alcurnia, y sus padres lo habían enviado a Manila para que se dedicara al comercio, pero él, deseoso de expiar una vida que juzgaba disipada, entró a la orden franciscana. A causa de un naufragio en las cosas de Japón, cuando emprendía el regreso a México, permaneció en Kioto al servicio de la orden, para encontrar la muerte junto con veinte japoneses, cuatro españoles y un portugués.

Creo que las miniaturas de cristal más pequeñas del mundo se encuentran en México: miden entre 7 y 9 mm. Y su variedad es un despliegue de delirio creativo. Un canguro boxeador, muñecos de nieve, escorpiones, delfines, perros, pegasos, focas, pavos, gatos, panteras, dinosaurios, pulpos y muchos etc. Son un secreto que sólo comparto con tres personas. Las vi fabricar en el taller de una feria: el hilo de vidrio, la barrita de metal, sólo una vista privilegiadísima y tanta imaginación. Me quedé con ganas de un juego de té digno de ser manipulado por el insecto más delicado: era tan pequeño que dolían los ojos al mirarlo. Y el muchacho con su puesto en el Parque de Chapultepec que escribía en un grano de arroz el nombre deseado junto con el diseño que se le pidiera…

Instrucciones dobles en caso de incendio o sismo. En el centro todavía hay huellas de aquel de 1985, edificios tapiados, abandonados, y me cuentan que se encienden velas para recordar cada aniversario. Nunca se sabrá cuántos murieron. En Tokio, uno de los pocos edificios que se salvó del terremoto de 1923 fue el Hotel Imperial diseñado por Frank Lloyd Wright, con sus extrañas grecas, tomadas de las ruinas de Mitla en el Estado de Oaxaca.

El mundo de los ricos es un technicolor privado. Los tianguis (mercados) populares son de un technicolor público donde la disposición de los objetos es diseño en acción. Copos de nieve rosa y celeste, chupetines psicodélicos colgados de piolines, cucuruchos de celofán con sandías, paltas y mangos cortados impecablemente, ajíes dispuestos en una escala de color inmejorable. La tipografía pintada sobre las paredes da un tono “provinciano” a toda la ciudad. Siempre hay gente comiendo, siempre hay paseantes locales por los parques no importa el día.

En el único y apresurado encuentro que tengo con Mario Bellatin, el escritor me cuenta el argumento de su última novela Kamikaze Taxi: un peruano nisei y su quena vagan en taxi por una Tokio xenófoba y dada a confusiones. Coincide conmigo en su admiración por un cuento de Yoshimura Akira y sus peces transparentes, descarnados entre la vida y la muerte, y me entero de que le ha rendido homenaje sutil en sus tramas.

La arborización ideal, el trópico de jaracandas, primaveras, tabachines, lluvia de oro, tulipanes africanos, bugambilias, pezuñas de vaca. Fucsia, naranja, rosa, violeta, amarillo. Flores sin perfume, que se desarman y se hacen agua al arrancarlas e intentar conservarlas.

Taxi al aeropuerto. Un señor del Estado de Guerrero es el chofer. Tiene una voz casi aflautada. Charlamos. Me pregunta a qué he venido, qué lugares he visitado. Le cuento. Me habla de unos pueblitos donde hay conventos con momias. Le digo: supongo que conoce bien viviendo aquí. Y hace un alto. Estoy atenta a lo que va a decir. Y viene la frase, elipsis y sueño: “Señorita, para qué le voy a mentir. Quien vive, imagina.”

• Pagina 12 Radar, 1 de febrero 2004

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