Las flores trastornadas de Nakagawa Yukio, maestro de ikebana

Por Amalia Sato


La luna y las flores tienen algo terrible
El diablo tiene algo amable
No hay que restringirse a las cosas
Todo cambia según la mirada
(Antiguo poema de la época Edo)

Japón es el único país en el mundo donde la prensa y la televisión siguen a diario, en primavera, el avance hacia el norte del frente de la floración.
(Nota de un Boletín Cultural de la UNESCO)

Tras cincuenta años de trabajo obstinado, al margen de las escuelas tradicionales, Nakagawa Yukio (1918-), maestro heterodoxo de ikebana nacido en Kagawa en la isla de Shikoku y que vive y trabaja en Tokio, es ahora reconocido nombre clave de la vanguardia. Señalado por el reverente comentario entre entendidos como el máximo innovador en ikebana, recién se le otorgó un premio importante, el Gran Premio Oribe, en su octava y gloriosa década.
Iniciado en el arte, primero, como grabador, Nakagawa comenzó con sus estudios de ikebana a los 23 años, y a comienzos de la década del 50 se unió al grupo de ikebana experimental Hakuto-sha, que lideraba Shigemori Mirei. A tal punto quiso manejarse al margen de lo oficial, que rechazó en 1951 el certificado que lo habilitaba como maestro de la escuela ikenobo, justificando su decisión en un libro titulado Excusas para no aceptar mi certificación de ikebana. Una actitud que quienes saben de las aún vigentes prácticas feudales de concesiones en el arte – surgidas en la época en que los ociosos aristócratas de Kioto adquirieron el derecho de conceder los títulos habilitantes, astuta invención del Gobierno Tokugawa para mantenerlos ocupados - valorarán en su extrema valentía. No por casualidad, en Diario de las flores (Hana Nikki, 1989), novela del conocido guionista de tv y radio Hayasaka Akira, que narra la lucha entre los círculos de ikebana, las rivalidades entre maestros y discípulos, y el choque entre ideales e intereses económicos, Nakagawa, que por haber padecido una malformación ósea es de diminuta estatura, es uno de los principales y más pintorescos personajes. A los 46 años Nakagawa se casó con la artista Handa Utako, su camarada y también rival, once años mayor que él y que también renunciara a su habilitación. Rebeldía de ambos que tiene su filiación en las actitudes de los disidentes eruditos de fines del siglo XVIII (los literati bunjin) que, con un alto concepto del individualismo – un tema que curiosamente desvela tras la modernización Meiji a los teóricos de un ethos japonés –, hacían lo que les parecía respaldados por un conocimiento muy refinado de la cultura clásica china, y que, en el caso de ikebana, llegaban a dejar telarañas entre las ramas para dar a lo exquisito el toque emocional que juzgaban necesario.
En estos últimos años, los trabajos de Nakagawa, por fin, lograron también la consagratoria lectura de la crítica extranjera: en 1998, al ver en París las fotografías de sus arreglos florales, exhibidas en una pequeña sala en penumbra en la Fondation Cartier para el Arte Contemporáneo, Manon Blanchette se pasmó ante su tratamiento de la materia vegetal con señuelos que jugaban con los límites de la interpretación y las adquisiciones culturales, travistiendo sin pudor la materia vegetal. En 2000 Nakagawa formó parte de la delegación a la Bienal de Shanghai. Para la Trienal de Echigo Tsumari de este 2003 en Niigata (Japón), realizó el 18 de mayo del pasado año un pre-evento que denominó “Dispersión de flores” y que consistía en el lanzamiento aéreo, desde un helicóptero, de los pétalos de 200.000 tulipanes sobre el verde resplandeciente de una pradera a lo largo del río Shinano; una acción que no se suspendería por lluvia y que contó con los también veteranísimos danzarines Butoh, Ohno Kazuo y Ohno Yoshito (padre e hijo, a quienes Buenos Aires conoció en 1986), bailando en las orillas bajo la colorida ducha floral.
En sus dos últimas exhibiciones de 2000 presentó, en la Galeria Isogaya, una instalación de flores fotografiadas en una rápida corriente del río Nakatsu en Kanagawa, y en el Ginza Art Space, un homenaje al poeta Shuzo Takiguchi (1903-79) el introductor del surrealismo, materializado en media docena de olivos que se enseñoreaban del espacio de la galería, con sus raíces envueltas en arpillera y equilibrados entre un montón de tubos de goma pintados. Años atrás, a Takiguchi que se negaba a escribirle una presentación, pues aducía que no le interesaba el ikebana, lo había conquistado por sorpresa con una de sus prácticas recurrentes: amasar y aplastar centenares de flores y comprimirlas dentro de recipientes de vidrio boca abajo; el crítico vio cómo sobre su escritorio, en el blanco papel washi donde se apoyaba el recipiente, se iba diseñando algo con el líquido de 900 flores ahogadas, que se desangraban con la carnadura de un Soutine en una acción sádica y sacrificial – apuntó perturbado – con un efecto inédito. Final de la historia: Takiguchi pidió la gracia de seis meses de contemplación e, inspirado en un texto de Zeami sobre teatro Noh (el Fushikaden del siglo XV) redactó su ensayo “Reflexiones sobre las flores mareadas”. Para honrar la memoria de su amigo, Nakagawa se trasladó a la isla Shodo para elegir los olivos, y expuso como parte de la muestra las fotografías de su viaje.
Por otra parte, es cierto que la disidencia en ikebana se planteó desde el mismo momento en que comenzaban a trazarse sus normas en el siglo XVI. El anecdotario incluye varias historias del gran ministro Hideyoshi (1537-1598) quien cierta vez hizo coincidir ramas de pino contenidas en una vasija de 1 metro de alto con las imágenes de monos pintados en la pared de un enorme salón, o que gustaba instalar arreglos de cerezos que ocupaban toda una habitación, o que se complacía en hacer florecer peonías en pleno invierno, y aplaudía la concreción de arreglos de 14 metros de alto en vasos de 2 metros. Y también se recuerdan las acciones de Sen no Rikyu (1522-1591), al mismo tiempo servidor de los gustos de su amo e ideólogo de una línea estética absolutamente propia, quien cierta vez arrojó iris en un balde y señaló a las ondas generadas en la superficie como una obra maestra instantánea.
Aunque, por cierto, lo más curioso fue y sigue siendo la obediencia de los millones de practicantes al rigor de las reglas que las distintas escuelas de ikebana establecieron, fijando una ortodoxia. Entre el hieratismo del estilo rikka basado en las ofrendas de los altares budistas, con tres flores-eje, y el estilo nageire de líneas más espontáneas, hubo a lo largo de estos cinco siglos variantes que, si bien ligeras a juicio de un lego, se impusieron al costo de rupturas y fogosas polémicas: así, el cambio de la conjunción con el incensario y el candelabro a la independencia del arreglo de la alcoba del tokonoma (el altar estético de las casas japonesas); la colocación de floreros colgantes fuera del tokonoma; el paso de 7 ejes a 3 en el arreglo; el uso de recipientes chatos en lugar de los altos y delgados tomados de China; la elaboración de listados de flores apropiadas según las ocasiones: por ejemplo, nunca camelias que caen enteras como muertos jóvenes si alguien parte a la guerra; la eliminación de los diez cruciales centímetros de tallos libres de hojas - que quedan a la vista entre el borde del recipiente y la continuación de las ramas – gracias a los arreglos chatos donde las flores se acumulan sobre las vasijas; el uso de una sola clase de flor o de varias (mejor tres, siempre el impar, o cinco); el empleo de un solo color o de exlusivamente ramas de cerezo; la inclusión de distintas técnicas de sostén; el uso de arena como base; la aceptación de las flores occidentales. De las tres escuelas que lideran el campo del siglo XXI Ikenobo, Ohara, y Sogetsu, la última, escandalizó en su momento con su lema “saquemos el ikebana del tokonoma”, y la aceptación del uso de plumas, hilachas de lana, plantas tropicales, etc.
La reinterpretación de Nakagawa de un arte que muchos siguen considerando intocable cuenta con sus devotos que hacen de sus exposiciones un acontecimiento. Jóvenes con piercing y teñidos de rubio, coleccionistas serios o personajes desfachatados del ambiente artístico, ancianas con el cabello impecablemente matizado de azul circulan en silencio dispuestos a la sorpresa. Para ellos, es emblemático su libro Flor (Hana, 1977), de tan pesado difícil de manipular, con el famoso ensayo de Takiguchi, que registra en magníficas fotografías de Maki Naoshi y Arai Yoshihisa 60 de sus trabajos. La fotografía para Nakagawa no es un mero registro, sino la eternización de sus esculturas efímeras, y él mismo, fotográfo de su obra, la encara con el mismo rigor de sus puestas en escena. Los títulos condimentan con humor la interpretación. La exquisita elección del recipiente, cuya conjunción con la flor lleva a preguntarse a Nishiwaki Jyunzaburo, en su poema Prolonging into, si “tal vez el capullo no habrá nacido de la panza del florero” se ejerce sobre vasos de Nazca, recipientes de vidrio soplado de artistas contemporáneos, antiquísimas cerámicas coreanas, chinas y japonesas. Hay tubos de goma de donde asoman los frutos conocidos como Manos de Buda que aparecen como garras; hojas plegadas de magnolia como papeles origami; cristales, pajas quemadas colocadas en un sentido inverso sobre los vasos, piñas y pomelos para expresar lo masculino y lo femenino, bolsas negras de residuos que dejan ver tallos como piernas, pimientos rojos secos como patas de cangrejos y un melón como medusa; hojas de iris como espadas sangrantes; en su esplendor, alcauciles, hojas enrolladas de loto, ramas de pino y plumas de faisán, un repollo hakusai; huevos, orquídeas, peonías fuera de toda proporción. Al final, un bloque rectangular de pulpa de flores rojas atado con cuerdas de palma, en un bondage de nudos en forma de remolino.Y para terminar el catálogo, tres tokonoma (titulados “Rotación”, “Consagración” y “Dominio”) donde hojas de loto secas, hojas de pino arqueadas, y otra vez hojas de loto secas, ahora pintadas y moldeadas en forma de caja, se instalan ante caligrafías del siglo XVI y una pintura de un pez carpa de la Dinastía Sung, causando un efecto escultórico de una materialidad desconcertante.
Pero, como dice Nakagawa, no se trata sólo de hacer arte moderno: la recepción de la forma debe apelar a una memoria. Y en sus montajes adquieren vigencia todos los conceptos que sustentan la contemplación japonesa del mundo vegetal: la observación consciente del cambio que el Budismo japonizado exacerbó (utsuroi); la emoción ante el misterio blando (yugen), metaforizado en los escritos teóricos del siglo XV del autor de teatro Noh Zeami por la “flor” como clímax del logro artístico; la vibración ante el esplendor decorativo y efectista (share); el cosquilleo con humor de Edo del siglo XVII al captar la alteración de un circuito natural, el placer ante las flores “mareadas y trastornadas” (kyoka) que se muestran fuera de su estación o enloquecidas por la mano del artista; o la permanente identificación reverencial con el mundo vegetal por un animismo shintoista siempre activo, particularmente hacia el pino, modelo de dinamismo estable con sus ramas diseñadas por el viento y sus raíces enroscadas en las rocas, y el cerezo semejante a nubes terrenales.
Yamagama Soji, discípulo de Sen no Rikyu concluía hace cinco siglos: “Para los maestros del arte floral, cada flor es lo que ellos quieren. Las normas y preceptos se aplican solamente a los principiantes”. Zeami, hace seis, con estas imágenes, ilustraba los grados de más alta realización artística: “Apilar nieve en un tazón de plata. Mil montañas cubiertas de nieve, y un pico que no es blanco. En medio de la noche, un sol resplandeciente”.

Pagina 12, Radar, 19 de enero de 2003

Comentarios

  1. profe ...de este maestro es lo que le contaba de las flores trastornadas...es magifico que disfrute

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  2. profe ...de este maestro es lo que le contaba de las flores trastornadas...es magifico que disfrute

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  3. profe lo prometido es deuda...al fin lo encontre- las flores trastornadas de nakagawa yukio es magnifico...le va a encantar ...disfrute y que Dios le de la fuerza necesaria para enfrentar todo lo k venba,,,un abrazo susana

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